“¿Me van a asesinar en esta bella mañana
en la que el canto de un petirrojo me tiene embelesado?”
“Goiz eder honetan erail behar nabe” (“me van a asesinar en esta bella mañana”).
Me entran escalofríos al recordar que el autor Estepan Urkiaga, más conocido como Lauaxeta, pronunció estas palabras, con las que empieza su último poema, justo antes de ser fusilado frente a la tapia del cementerio de Vitoria. Eran las 5.39 de la mañana del viernes 25 de junio de 1937. Estepan tenía 32 años.
Unas semanas antes, el autor, por petición del lehendakari Aguirre, había visitado Gernika como traductor de un grupo de corresponsales de guerra franceses que habían acudido a la localidad para ver y narrar el horror que había producido el bombardeo de la Legión Cóndor contra la población civil. Tras este episodio, fue denunciado y encarcelado en el Convento de las Carmelitas de Vitoria, convertido en prisión por el bando franquista. Fue detenido y asesinado por mostrar la verdad.
Silenciar al poeta
El viernes 25 de junio de 1937, los fascistas, al igual que hicieron con Federico García Lorca en Granada, llenaron su cuerpo de plomo. Creían que, asesinando al poeta, borrarían su poesía, su boca callaría por siempre. Del mismo modo que intentaron silenciar a Miguel Hernández encerrándolo en la cárcel en unas condiciones inhumanas que lo llevarían a la muerte. En ninguno de los casos consiguieron borrar sus versos. Décadas después, sus voces siguen sonando con fuerza. Forman parte de nuestra identidad y de nuestra memoria colectiva.
En sus obras, Lauaxeta abandonó la tradición romántica a la que acostumbraban los poetas vascos. Pero, además de escribir sus propias obras, tradujo importantes textos clásicos y vanguardistas al euskera. Casualidades de la vida, también, algunos libros de Federico García Lorca.
Las horas previas a su asesinato, Lauaxeta las pasó escribiendo. Dejó escritas varias cartas a familiares y amigos como Julio Pagaldi o Iñaki Garamendi, a quienes pidió que besaran a su madre en la frente de su parte. Cartas que nos sirven para recordar, para no olvidar, para mantener viva su memoria, para construir nuestra identidad. Porque, como dice Juan Diego Botto en ‘Una noche sin luna’, “cuando nos arrebatan parte de nuestra historia, lo que está en jaque es nuestra identidad, porque nuestra identidad es lo que queremos recordar de nuestra historia”.
“De nuestras lágrimas están hechos los lodos que dejamos atrás.
Buscad nuevos horizontes
donde podamos respirar.
Los hombres nos atan con sus fútiles pretextos,
y las ansias de libertad mueren cruelmente.”